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ASUNCIÓN DE LA VIRGEN

La muerte de la Madre es como la respuesta a un doble acontecimiento de su vida. Primero a su Inmaculada Concepción. Allí donde Dios la habia puesto en la vida terrena, allí la vuelve a acoger. Ella vuelve a Él con la misma pureza con la que Él la había dejado. Durante todo su camino no se ha apartado ni un solo paso de su punto de partida. Ha realizado por completo la idea que Dios había concebido de ella. Por eso, no es necesario ningún preparativo para llevarla donde Dios quiere tenerla: ella era perfecta desde toda la eternidad en la decisión de Dios; Él la creó perfecta en su Inmaculada Concepción; ella regresa perfecta a sus brazos. Y así, por otra parte, su muerte también corresponde a su propio acogimiento y concepción del Hijo. Pues su muerte es una sola cosa con su ser acogida y concebida en el cielo por el Hijo. Así como ella lo acogió en lo humano, así Él ahora la acoge en su vida divina y eterna. Ambos actos son perfectos, ambos comprenden a todo el hombre, cuerpo y alma.

De este modo, por la Asunción de la Madre es como conciliada y borrada la distancia y la diferencia entre cielo y tierra. Pues ella, que ahora es acogida por el Hijo en el cielo, es la misma que en la tierra ha recibido al Hijo que descendía del cielo, y como su camino se expandió siempre más por la concepción del Hijo, hasta ser ahora acogida en el cielo por el Hijo, así ese acogimiento se deja nuevamente expandir hasta su punto supremo del acogimiento del Hijo por la Madre. Ambos puntos supremos crecen uno en el otro y no se pude indicar una de las direcciones como definitiva: la de la tierra hacia el cielo o la del cielo a la tierra. Es una circulación eterna entre Dios y el hombre, entre cielo y tierra, entre mundo espiritual y material. Una circulación, también, entre Madre e Hijo. Pues, como la Madre una vez ha dicho sí al Hijo y a todo lo relativo a Él, así hoy el Hijo dice su gran sí a la Madre. Ese sí es divino e inabarcable y regala al sí de la Madre toda la ilimitación celestial. Mientras la Madre permanecía en la tierra, era como ser humano una esencia limitada, y ella debía tener presentes esos límites, si bien intentaba actuar en el sentido del Hijo. Desde el momento de la Asunción a los cielos, ella recibe el poder de hacer ilimitadamente lo que el Hijo quiere. Ahora no conoce otro límite más que el que nosotros mismos le oponemos en la tierra a su acción. Solo nuestro no puede detener su sí eterno.

La cita es del libro ANCILLA DOMINI |MARÍA EN LA REDENCION, de Adrienne Von Speyr, Cap. Muerte y Asunción, (Pág. 164-165).

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