Las burlas a Jesús
En el Evangelio aparecen tres grupos de gente que se burlan de Jesús. Primero, el de los que pasaban por allí. Repiten al Señor las palabras con las que se refería a la destrucción del Templo: «¡Anda!, tú que destruías el Templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz» (Mc 15,29s). Quienes se mofan así del Señor expresan con ello su desprecio por el impotente, le hacen sentir una vez más su debilidad. Al mismo tiempo, le quieren hacer caer en tentación, como ya intentó el diablo: «Sálvate a ti mismo. Utiliza tu poder». No saben que justamente en este momento se está cumpliendo la destrucción del Templo y que, así, se está formando el nuevo Templo.
Al final de la Pasión, con la muerte de Jesús, el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, como narran los Sinópticos (cf. Mt 27,51; Mc 15,38; Lc 23,45). En el Templo había dos velos y, probablemente, se refieren al velo interior, que impedía a la gente acceder al Santo de los Santos. Una sola vez al año, el sumo sacerdote podía atravesar este velo, comparecer ante el Altísimo y pronunciar su santo Nombre.
Ahora, en el momento de la muerte de Jesús, este velo se desgarra de arriba abajo. Con eso se alude a dos cosas: por un lado, se pone de relieve que la época del antiguo Templo y sus sacrificios se ha acabado; en lugar de los símbolos y los ritos, que apuntaban al futuro, ahora se hace presente la realidad misma, el Jesús crucificado que nos reconcilia a todos con el Padre. Pero, al mismo tiempo, el velo rasgado del Templo significa que ahora se ha abierto el acceso a Dios. Hasta aquel momento el rostro de Dios había estado velado. Sólo mediante signos y una vez al año, el sumo sacerdote podía comparecer ante él. Ahora, Dios mismo ha quitado el velo, en el Crucificado se ha manifestado como el que ama hasta la muerte. El acceso a Dios está libre.
El segundo grupo de los que se burlan está formado por los miembros del Sanedrín. Mateo menciona las tres categorías de sus componentes: sacerdotes, escribas y ancianos. Éstos formulan sus palabras de escarnio refiriéndose al Libro de la Sabiduría que, en el capítulo 2, habla del justo que estorba la vida malvada de otros, se llama a sí mismo hijo de Dios y es condenado a la desventura (cf. Sb 2,10-20). Los miembros del Sanedrín, remitiéndose a aquellas palabras, dicen ahora de Jesús, el crucificado: «¿No es el rey de Israel?; que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?» (Mt 27,42s; cf. Sb 2,18). Sin percatarse de ello, quienes se mofan así reconocen con su actitud que Jesús es realmente aquel del que se habla en el Libro de la Sabiduría. Precisamente en la situación de impotencia exterior, Él se revela como el verdadero Hijo de Dios.
Podemos añadir que el Libro de la Sabiduría conocía quizás la hipótesis teórica de Platón, que en su obra sobre el Estado intenta imaginarse cuál hubiera sido el destino del justo perfecto en este mundo, llegando a la conclusión de que habría sido crucificado1. Tal vez el Libro de la Sabiduría ha tomado esta idea del filósofo, la ha introducido en el Antiguo Testamento y, ahora, esta idea apunta directamente a Jesús. Precisamente en el escarnio, el misterio de Jesucristo se demuestra verdadero. Así como no se había dejado seducir por el diablo para que se tirase desde el pináculo del Templo (cf. Mt 4,5- 7; Lc 4,9-13), tampoco cede ahora a esta tentación. Él lo sabe: Dios mismo le salvará, pero de modo diferente al que esta gente se imagina aquí. La resurrección será el momento en el que Dios lo librará de la muerte y lo confirmará como el Hijo.
El tercer grupo de los que se mofan lo forman quienes fueron crucificados con Él, y que Mateo y Marcos caracterizan con la misma palabra lēstēs (bandido), con la que Juan describe a Barrabás (cf. Mt 27,38; Mc 15,27; Jn 18,40). Queda claro así que se les califica como combatientes de la resistencia, a los cuales, para criminalizarlos, los romanos dieron simplemente el apelativo de «bandidos». Son crucificados junto con Jesús porque se les había declarado culpables del mismo crimen: resistencia contra el poder romano.
En Jesús, sin embargo, el tipo de delito es diferente al de los otros dos, que tal vez habían participado con Barrabás en su insurrección. Pilato sabe muy bien que Jesús no había pensado en algo como eso y, por ello, en la inscripción para la cruz define el «delito» de manera singular: «Jesús el Nazareno, el rey de los judíos» (Jn 19,19). Hasta aquel momento Jesús había evitado el título de Mesías o de rey, o bien lo había puesto inmediatamente en relación con su Pasión (cf. Mc 8,27-31), para impedir interpretaciones erróneas. Ahora, el título de rey puede aparecer delante de todos. En las tres grandes lenguas de entonces, Jesús es proclamado rey públicamente.
Es comprensible que los miembros del Sanedrín se vieran contrariados por este título, con el que Pilato quiere seguramente expresar también su cinismo contra las autoridades judías y, aunque con retraso, vengarse de ellos. Pero esta inscripción, que equivale a una proclamación como rey, está ahora ante la historia del mundo. Jesús ha sido «elevado». La cruz es su trono desde el que atrae el mundo hacia sí. Desde este lugar de la extrema entrega de sí, desde este lugar de un amor verdaderamente divino, Él domina como el verdadero rey, domina a su modo; de una manera que ni Pilato ni los miembros del Sanedrín habían podido entender.
Pero a las burlas no se unen los dos crucificados con Él. Uno de ellos intuye el misterio de Jesús. Sabe y ve que el «delito» de Jesús era de un tipo completamente diferente; que Jesús no era un violento. Y ahora se da cuenta de que este hombre crucificado a su lado hace realmente visible el rostro de Dios, es el Hijo de Dios. Y, entonces, le implora: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Cómo haya imaginado exactamente el buen ladrón la entrada de Jesús en su reino y, por tanto, en qué sentido haya pedido que Jesús se recordara de él, no lo sabemos. Pero, obviamente, ha entendido precisamente en la cruz que este hombre sin poder alguno es el verdadero rey; aquel que Israel estaba esperando, y junto al cual no quiere estar solamente ahora en la cruz, sino también en la gloria.
La respuesta de Jesús va más allá de la petición. En lugar de un futuro indeterminado habla de un «hoy»: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (23,43). También estas palabras están llenas de misterio, pero nos enseñan ciertamente una cosa: Jesús sabía que entraba directamente en comunión con el Padre, que podía prometer el paraíso ya para «hoy». Sabía que reconduciría al hombre al paraíso del cual había sido privado: a esa comunión con Dios en la cual reside la verdadera salvación del hombre.
Así, en la historia de la espiritualidad cristiana, el buen ladrón se ha convertido en la imagen de la esperanza, en la certeza consoladora de que la misericordia de Dios puede llegarnos también en el último instante; la certeza de que, incluso después de una vida equivocada, la plegaria que implora su bondad no es vana. «Tú que escuchaste al ladrón, también a mí me diste esperanza», reza, por ejemplo, el Dies irae.
1 PLATÓN, Pol II, 361e-362a
La cita es del libro JESÚS DE NAZARET, de Joseph Ratzinger. DESDE LA ENTRADA EN JERUSAL HASTA LA RESURRECCIÓN. Cap. 8. Crucifixión y sepultura de Jesús: 2. Las burlas a Jesús