“Todo cristiano debe escuchar a Dios. Es una actitud esencial: lo define en su ser.

De bruces ante la insondable presencia divina sus oídos deben percibir cómo resuenan las aguas y las arenas desde los labios de la profecía que siempre inhabita a la Iglesia en Cristo.

Allí cobrará su amor a las cosas de Dios porque las recibirá desde un misterio que todo lo ha ordenado a la plenitud de la caridad. Aun la misma Palabra.

Ya no será una voz para nombrar solamente las cosas la voz del hombre: ahora la palabra del hombre de Dios, es riesgo de vida y de muerte. Después que Dios nos ha hablado, la palabra debe expresarlo y la voz lo busca en el amor de todas las realidades expresadas. Nombrar es haber amado las cosas indecibles que residen en cada palabra; y al levantar nuestros labios hacia las profecías iluminadas de las Escrituras, aprenderemos que el verbo inspirado que Dios nos ha entregado lleva en sí, indiviso y exacto, un impulso de amarlo que brotará siempre desde las fuentes del Nombre que lo expresa. La fuerte expresión cierta y oscura de nuestra fe teologal se ha unido a la dilección amante que nace del conocimiento: ya nadie podrá separar lo que Dios ha unido en su palabra revelada, ya nadie podrá violar la voz heredada desde el Génesis hasta el Apocalipsis: toda palabra dicha en el misterio de Dios, es ya un amor espirado en la palabra indivisible, en la llama que une el fulgor de la lumbre y el calor del puro toque de centella en el hombre redimido por el Fuego y el Espíritu.”

Exordio (del autor al comenzar el libro)