La verdad divina está en la entraña de toda verdad. Está allí en el seno de su infinita trascendencia. Cuando nos acercamos a las Escrituras nos acercamos a la presencia de Dios. La lectura de las Escrituras es estar ante Dios y en su seno. Y estamos en su Palabra como en el ámbito más real de toda verdad. La revelación de la Palabra de Dios nos lleva a su propio misterio. Pero las Escrituras deben leerse según el modo con el cual lo divino se nos incorpora: nunca podremos totalizar en nosotros a Dios: siempre habrá en toda Palabra de Dios, en cada revelación, algo que está más allá de esa misma revelación. Siempre habrá un allende en cuyas orillas habitamos como en el ámbito de nuestra propia palabra.
Una palabra de la Escritura es mucho más que intemporal o simplemente atemporal. No niega al tiempo: lo recrea desde su contenido eterno, como la esencia incorruptible de cada cosa conforma desde sí misma la temporalidad de cada duración corruptible: la palabra de Dios vale para siempre.
Todas nuestras palabras han sido poseídas y recreadas en el verbo de Dios inspirado. El fondo real, el ámbito que contiene a la historia, lo suprahistórico de toda edad es la profecía misma: todos los tiempos duran en la profecía. Esta es la duración teológica de la historia. Siempre será secundario en las Escrituras querer situar un hecho profetizado buscando su tiempo exhaustivo: lo histórico dura más como inteligencia del misterio de Dios, como sucesión de revelaciones que como sucesión temporal: los días del Génesis duran más en la perdurable inteligencia de los ángeles y el tiempo mismo nace desde la sucesión intelectual que en posesión total y simultánea de los días ha transfundido a toda temporalidad un reencuentro originario con la duración perfecta en la Palabra de Dios eternamente fecunda.
Debemos habitar en la Palabra de Dios. Es vivir en la fortaleza de Dios como los profetas derribados por una sola palabra de la profecía. Es despojamiento perfecto. Aquellos, los inmensos hijos de la Palabra que son los Profetas se despojaban de todas las significaciones. Se despojaban de sus propias palabras entre sus labios.
Y en el despojamiento luminoso recobraban todas las voces de los hombres, las más ultrajadas y perdidas; y recomponían de nuevo los signos primordiales de Adán, el Imprecante. Volvían a las expresiones puras, a los gestos pacíficos en la novedad de descubrirlos sin mancha, intactos y poderosos. Y todo era completamente cierto en sí mismo aunque fuese oculto para los ojos de los hombres. Ellos vivían en la lumbre, que es vivir en el enceguecimiento de la luz inaccesible: habitaban el mar interior, y toda la persuasión de las iluminaciones. Desde esa interioridad divina todas las cosas volvían a su sitio y recobraban su propia relación con el Dueño, con el Señor. Con el Hijo del Hombre. Todas las cosas han sido poseídas mediante la palabra.
Cuando Dios quiso asumir en plenitud y en salvación al Hombre se le unió como Verbo: “Y la Palabra se hizo carne”. Y cuando Cristo deseó a su vez poseerse a sí mismo, poseerse indeciblemente unido a su propio misterio, como la fuente que retorna a sus aguas originantes, poseyó Jesús el pan y el vino. De su palabra y de la materia elemental del hombre se hizo el sacramento de la gracia en su Sangre. Y al volcar su inmensa revelación jubilosa en medio de las criaturas otra vez poseyó la creación. Y la voz divina habitó en medio de nosotros en heredad, como tierra inviolable donde el Padre dejó su Palabra para siempre.
La cita es del libro LA PALABRA DE DIOS. Meditaciones sobre el Evangelio, de P. Fr. Domingo Renaudiere de Paulic, O.P. La palabra de Dios, pág. 7-9.