Si Dios todavía ama a su Iglesia en Estados Unidos, pronto hará que esta sea pequeña, pobre y oprimida, como hizo con el antiguo Israel, podándola para poder mantenerla con vida. Si nos ama, extirpará la madera seca y sangraremos. Solo entonces la sangre de los mártires volverá a ser la semilla de la Iglesia, y llegará una segunda primavera, con nuevos brotes; pero no sin sangre. Nunca acontece sin sangre, sin sacrificio, sin sufrimiento. La obra de Cristo -si de verdad se trata de la obra de Cristo y no de una cómoda falsificación- nunca acaece sin la cruz de Cristo. Lo que sucede sin la cruz puede ser una buena obra, pero no es obra de Cristo, porque la obra de Cristo está manchada de sangre. La obra de Dios es una transfusión de sangre. Así es como acontece la salvación.
Si nos ponemos guantes en las manos para no clavamos las astillas de la cruz, si practicamos sexo espiritual seguro, anticoncepción espiritual, entonces su Reino no vendrá, no se cumplirá su voluntad ni se llevará a cabo su obra, y nuestro mundo morirá.
No quiero decir simplemente que la civilización occidental morirá. Eso es algo insignificante. Me refiero a que morirán almas eternas. Ricardos, Javieres, Mónicas y Carolas se perderán el Cielo. Eso es lo que está en juego en esta guerra: no solo si Estados Unidos acabará siendo una república bananera o si nos olvidaremos de Shakespeare, o incluso si algún ataque terrorista nuclear incinerará a media humanidad, sino si nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos, verán a Dios eternamente. Por eso debemos abrir los ojos y oler los cadáveres, las almas putrefactas, los niños moribundos.
Saber que estamos en guerra -en todo momento, pero especialmente en tiempos como los actuales- es el primer requisito para ganarla.
La cita es del libro CÓMO GANAR LA GUERRA CULTURAL, de Peter Kreeft. Cap I: “ESTAMOS EN GUERRA. Un toque de atención” (Pág. 27-28)