En este momento estás viendo Páginas selectas #20. EL 1 DE ENERO (G. K. Chesterton)

Páginas selectas #20. EL 1 DE ENERO (G. K. Chesterton)

Anoche, mientras escuchaba las campanas que anunciaban la llegada del 1 de enero resonando como cañones en medio de la oscuridad, tomé una resolución de Año Nuevo que consta de cuarenta y ocho secciones, cuarenta y seis de las cuales son intensamente interesantes, pero no conciernen al lector. Las dos últimas podrían ser de interés público, porque no pienso cumplirlas. Tales eran: 1) Que, con la ayuda del cielo, no escribiría sobre el Año Nuevo, y 2) que no escribiría sobre ninguna otra cosa, sino que me retiraría a un monasterio de mi propia religión, que no está todavía lo que se puede llamar bien fundada. Fueron exageraciones, nacidas de ese estado de ánimo radiante -superior a la irradiación de la luz- que es la irradiación de la sombra. La luz del día es, en muchos aspectos, una ilusión, pues nos lleva a creer que el secreto de las cosas está muy lejos; la oscuridad, en cambio, nos hace sentir que está muy cerca.

En la oscuridad me siento como si fuera un salvaje. La única conclusión que me ha dejado la lectura de algunos estudios recientes sobre la religión de los salvajes es que éstos son sensatos, sean lo que fueren los demás. Me siento, decía, como un salvaje filosófico y racional que no ha permitido que un chapurreo mecánico de palabras le prive de su éxtasis natural y delicioso, de su natural y delicioso terror. Me siento como un salvaje que creía que un oso de gigantesco tamaño había hecho las estrellas, y que este oso le había tomado de pronto personal afición al tal salvaje y lo había abrazado. Esto en cuanto a lo que siento en la oscuridad.

Los años nuevos, como otras cosas por el estilo, son extraordinariamente valiosos. Son divisiones arbitrarias del tiempo; son un corte repentino e incesante del tiempo en dos. Pero cuando tenemos una serpiente sin fin delante de nosotros, ¿qué podemos hacer, si no cortarla en dos? El tiempo es en apariencia infinito, y sin duda alguna es una serpiente.

La verdadera razón por la que nacieron las épocas y las temporadas, las fiestas y los aniversarios es que, si no, esta serpiente arrastraría su cuerpo largo y lento sobre todas nuestras impresiones, y no existiría ninguna oportunidad de comprender con nitidez el cambio de una impresión a otra. Así, pues, las interrupciones, lejos de ser malas por naturaleza para nuestros sentimientos estéticos, son buenas por naturaleza. Sería algo extraordinariamente benéfico que tuviéramos constantemente delante de nosotros el terror a tal interrupción mientras estamos disfrutando de algo. Sería bueno que esperáramos oír una campana al término de una puesta de sol. Sería bueno que creyéramos que el reloj podría sonar mientras estamos sumidos en el placer perfecto de contemplar el cielo y el mar. Esa conmoción brusca llevaría todas nuestras impresiones a un ritmo intenso y gozoso, haría del vasto cielo un solo zafiro, y del vasto mar una sola esmeralda.

Después de largas experiencias sobre la gloria de las sensaciones, los hombres descubren que es necesario imponer a nuestros sentimientos este perfecto límite artístico. Y al cabo de otro breve tiempo experimentando, descubren que el Dios en quien apenas creen ha puesto, como perfecto artista que es, el límite artístico perfecto: la muerte.

La muerte es un límite del tiempo, pero difiere en muchas formas del día de Año Nuevo. Las divisiones del tiempo que han adoptado los hombres son en cierta manera una suave mortalidad. Cuando despedimos al año viejo, hacemos lo que han hecho muchos personajes eminentes, y lo que todo ser humano desea: morimos temporalmente. Cuando quiera que reconozcamos que hoy es martes, cumplimos con San Pablo, y morimos diariamente. Dudo de que el más fuerte estoico que haya existido jamás en la tierra pudiera resistir la idea de un martes después de otro martes, y luego otro martes, y luego otro martes, y martes todos los días, hasta llegar al Día del juicio, que podría ser -por una extraña y especial misericordia- un miércoles.

Las divisiones del tiempo están ordenadas de manera tal que podamos sufrir un sobresalto o una sorpresa cada vez que se reanuda el asunto. El objeto de un Año Nuevo no es que tengamos un nuevo año. Es que tengamos una nueva alma y una nueva nariz; pies nuevos, espina dorsal nueva, ojos nuevos, oídos nuevos. Es para que miremos por un instante a una tierra imposible; para que consideremos extrañísimo que el pasto sea verde en lugar de ser razonablemente púrpura; para que nos parezca casi ininteligible el que haya una cantidad de árboles rectos que brotan de una tierra redonda, en lugar de ser una cantidad de tierras redondas las que broten de los árboles rectos. El objetivo de las frías y duras definiciones del tiempo es casi exactamente el mismo que el de las duras y frías definiciones de la teología: despertar a la gente. Si un hombre cualquiera no tomara resoluciones de Año Nuevo, no tomaría resolución alguna. Si un hombre no puede empezar todo de nuevo, no hay duda de que no hará nada efectivo. Si un hombre no parte del extraño postulado de que no ha existido nunca antes, es indudable que nunca llegará a existir después. Si un hombre no puede volver a nacer, no entrará de ningún modo en el Reino de los Cielos.

De estos dramáticos renacimientos, el Año Nuevo es el mayor ejemplo. Esta división del tiempo puede calificarse, por cierto, de artificial; pero también puede describirse, más correctamente -y así debería describirse siempre una gran cosa artificial- como una de las grandes obras maestras del hombre. El hombre, como he insistido en el caso de la religión, ha percibido sus propias necesidades con una tolerable exactitud. Ha visto que tendemos a cansarnos de los esplendores más perdurables, y que una marca en nuestro calendario, o quizá un batir de campanas a medianoche, nos recuerdan que hemos sido creados sólo recientemente. Tomemos resoluciones de Año Nuevo, pero no sólo resoluciones de ser buenos. También resoluciones como la de fijarnos en que tenemos pies, y agradecerles -con una venia cortés- que nos lleven a cuestas.

La cita es del libro LOS LIBROS Y LA LOCURA Y OTROS ENSAYOS, de Gilbert K. Chesterton. El 1 de enero, pág. 65-68. Editorial: El Buey Mudo

Deja una respuesta