«Escribo estos relatos, fogonazos de mi infancia, a más de cuarenta años de aquellos sucesos. He de decir, ante todo, que no he necesitado retrotraerme a ellos como quien rebobina cuatro décadas de tiempo, como quien descamina esa larga travesía de tiempo. Nada de eso hizo falta: pues mi infancia existe, intacta, en las honduras de mi ser actual. Lo que me dista de ella, en todo caso, es un trayecto vertical y no horizontal. He ido hasta allí cavando más que retrocediendo. Y con la calicata abierta sobre mi tierra presente, he visto esos suelos profundos, indemnes, en mi más profundo hoy.

Escribo y describo ese espacio interior desde un presente tormentoso y difícil. Complejo, digamos al menos, para evitar dramatismos. Y confieso, sin rubor, que he ido a esos subsuelos infancia en busca de refugio, de calor, de abrigo. Y vaya si lo he encontrado. Nadie podrá acusarme de escapista, toda vez que -insisto- esta infancia no se da lejos de mí, sino que es presencia profunda, más digna de llamarse «presente» que muchas de las efímeras anécdotas que puedan poblar mi jornada actual. Pulso las doradas cuerdas de su templada lira sabiendo que que su música amansa, serena, pacifica, reconcilia.

Digo todo esto en primera persona para evitar erigirme en un analista de los recovecos del hombre, pero si me apuran no dudaría en decir que así es con todos. Que la infancia no se va: permanece. Y que de ese secreto surgente brotan las aguas mas cristalinas para nuestro hoy.

Que la infancia es lo mejor de nosotros mismos. Y que refugiarse allí, cada tanto, cuando la tormenta es grande, no es huida, no es salir corriendo. A lo más -concedo- sea bajar un par de escaleras para guardarse en lo más cálido y seguro de la casa, pero sin salirse de ella. Hasta que amaine.»

Diego de Jesús, Prólogo