Que nadie diga ahora: la eucaristía es para comer, no para contemplar. No es en absoluto un «pan corriente», como destacan continuamente las más antiguas tradiciones. Comerla es, como acabamos de decir, un proceso espiritual, de todo el hombre. «Comerlo» a él significa adorarle. «Comerlo» significa dejarle entrar en mí, de modo que mi yo sea transformado y se abra al gran nosotros, de modo que seamos «uno solo» en él (Gál 3,28). Así, la adoración no se opone a la comunión, ni tampoco corre en paralelo a ella, sino que la comunión alcanza su verdadera profundidad solo cuando está sostenida y rodeada por la adoración. La presencia eucarística en el sagrario no supone otro concepto de eucaristía que está al margen o en contra de la celebración eucarística, sino que significa su plena realización. Pues esta presencia hace precisamente que en la iglesia siempre haya eucaristía. La iglesia no es nunca un espacio muerto, sino que está siempre vivificada por esa presencia del Señor que procede de la celebración eucarística, que nos conduce a ella y nos hace participar siempre de la eucaristía cósmica. ¿Qué persona creyente no ha experimentado esto? Una iglesia sin presencia eucarística está en cierto modo muerta, aunque invite a la oración. Pero una iglesia en la que brilla sin cesar la lámpara del sagrario está siempre viva, es siempre algo más que un edificio de piedra: en ella el Señor siempre me está esperando, me llama, quiere hacer «eucarística» mi vida. De este modo me prepara para la eucaristía, me pone en camino hacia su segunda venida.
La cita es del libro EL ESPÍRITU DE LA LITURGIA, una introducción, de Joseph Ratzinger. Capítulo II: El tiempo y el espacio de la liturgia, 4. La reserva del Santísimo Sacramento, pág 78-79.