No podemos concluir nuestro estudio sin abordar el problema de las relaciones entre la vida litúrgica y nuestra vida en general: es decir, entre la liturgia y nuestra vida de piedad, y entre la liturgia y nuestra vida en el mundo de los hombres. En consecuencia, dedicaremos nuestros capítulos a estos dos puntos finales.
Debemos afirmar inmediatamente que el primer problema, el de las relaciones entre la liturgia y la vida espiritual, es un problema que no habría podido suscitarse en la Iglesia antigua; o que, de haberlo sido, no habría recibido ninguna solución porque sus términos no habrían sido comprendidos. En aquella época la liturgia abarcaba toda la vida de oración de la Iglesia y de todos los cristianos; en consecuencia, no había problema. Para los cristianos de la antigüedad la liturgia no era solamente una escuela de oración, la escuela de oración, sino que era su oración. Cada quien tomaba parte en la oración colectiva, y hacía de ella su propia oración. Una oración personal, nutrida por la oración pública, devolvía a ésta el fruto espiritual que cada quien había tomado de ella. La lectura plena de la Palabra de Dios, explicada por la tradición viviente de la Iglesia hablando por boca del Obispo, conducía a la oración. Esta oración estaba sugerida y enseñada por los Salmos y era finalmente resumida por la “colecta”. Pero este resumen venía después de que cada uno había tenido tiempo de hacer su oración personal, no aparte de la Iglesia, sino en la cumbre de su comunión con ella. Entonces la Eucaristía tomaba la ofrenda personal del creyente y por medio de la prex sacerdotalis, es decir, de la consagración, la insertaba en el sacrificio de Cristo. Todas las bendiciones del orden sacramental que conducían a estas acciones centrales de su vida espiritual en el Cuerpo de Cristo, o que se derivaban de ella, llenaban la vida entera del cristiano con el don único y perfecto. Esta vida, como la de la Iglesia misma, se convertía en aquella fiesta continua y en aquella escuela de ascetismo en que puede convertirse la vida cristiana cuando la presencia del Misterio en ella se ha comprendido como debe serlo. ¿Qué podía añadirse a este método de vida? Nada, evidentemente. El monaquismo mismo no era tanto una serie de prácticas añadidas a la vida ordinaria de los cristianos en la Iglesia cuanto una manera de vivir esta vida ordinaria más plenamente y sin trabas.
Este estado de cosas cambió cuando la liturgia, que durante mucho tiempo había sido práctica viviente, comenzó a fosilizarse; esto se produjo simplemente porque la cultura cristiana, en que las formas litúrgicas habían sido elaboradas; se deterioró. El proceso de fosilización prosiguió hasta que el pueblo no pudo ya comprender ni siquiera el sentido literal de los textos litúrgicos puesto que, salvo para los clérigos y para los intelectuales, el latín se había convertido en una lengua muerta. Esto fue lo que aconteció en la Edad Media hacia el fin del siglo XII y el comienzo del XIII. Pero las gentes instruidas se interesaban entonces o bien en el mundo profano y sentimental dominado por el “amor cortés” (una mezcla de neo-platonismo maniqueo y de paganismo sensual), o bien en el mundo intelectual del aristotelismo averroísta. No puede imaginarse un clima más extraño al espíritu de la liturgia tradicional. El clero y los intelectuales, lejos de ser capaces de reconducir al pueblo hacia una verdadera inteligencia de la liturgia, de su naturaleza y de su significación, casi no podían hacer más que bloquear el camino de un retorno semejante. Si las dos grandes órdenes mendicantes, Dominicos y Franciscanos no hubieran aparecido en esa época, la explosión final de paganismo que se produjo en el Renacimiento habría triunfado tres siglos antes. Pero los Franciscanos intentaron, y en cierta manera lograron maravillosamente, una cristianización del mundo popular poniendo un vigoroso sello evangélico al ideal caballeresco que ya lo dominaba. De manera parecida, los Dominicos cristianizaron a Aristóteles: éxito no menos notable que, por dos siglos al menos, debía guardar al servicio de la Iglesia a los espíritus más brillantes y más originales.
Pero fue necesario pagar estos éxitos. Franciscanos y Dominicos estaban unos y otros demasiado sumergidos en la civilización de su tiempo para poder satisfacerse con la oración culto tradicionales de la Iglesia. Se atuvieron a estos tan estrechamente como pudieron: los Franciscanos, con aligeramientos audaces; los Dominicos, reduciendo sistemáticamente el culto en su vida a una posición honorable pero claramente secundaria. Sin embargo las dos órdenes buscaron en otra parte la fuente de su enseñanza espiritual y de su piedad. Los Franciscanos elaboraron un tipo de piedad polarizada en la Humanidad de Cristo y los sentimientos puramente humanos que podía suscitar. El culto del Niño en su pesebre, la mística de los estigmas, fueron productos naturales de esta nueva espiritualidad. Los primeros Franciscanos no eran muy conscientes de que la liturgia no podía favorecer esta espiritualidad ni armonizarse con ella sino al precio de cambios profundos. Pero esto no alteraba la situación y, cualquiera que hubiera sido su intención consciente, el divorcio entre piedad litúrgica y “piedad” popular sólo podía agravarse.
Esta nueva separación era tal vez menos aparente en los Dominicos, más instruidos que los Franciscanos, y más conscientemente apegados a los caminos tradicionales de la Iglesia. Sin embargo, el nuevo tipo de intelectualismo en que estaban sumergidos y absortos, era demasiado extraño al del período patrístico para que pudieran sentirse a gusto con la liturgia nacida en ese período, o para ser capaces de formar a los fieles en esa liturgia. Evidentemente, este género de intelectualismo no conducía por sí mismo a ninguna forma especial de espiritualidad, puesto que su fin era solamente exponer e interpretar el cristianismo en el marco de una cosmología científica. Por esta razón, este intelectualismo no se desarrolló precisamente en una espiritualidad particular sino que fue reemplazado por una especie de misticismo neo-platónico, indiferente por naturaleza al aspecto fuertemente histórico y concreto del Misterio litúrgico. Es el grandioso misticismo de la escuela renana (Ekhart, Suso y Tauler) o bien, se contentaban con un misticismo popular, como el de santa Catalina de Siena, análogo al misticismo franciscano, fuera de los raros detalles donde el sublime intelectualismo de los grandes maestros de la Orden ha dejado su huella.
Pero en este período ¿no había en la Iglesia hombres, especialmente en el clero, que vivieran todavía en la atmósfera auténtica de la liturgia tradicional, y capaces de hacerla vivir al pueblo? Los había ciertamente. Los Benedictinos negros, especialmente los de la gran escuela cluniacense, en el curso del siglo XII e incluso del XIII, seguían siendo fieles al tipo de intelectualismo patrístico y bíblico, y en consecuencia, vivían plenamente en la liturgia y por ella. Esta fidelidad no parece en manera alguna rutinaria, sino de una riqueza de los florecimientos personales que bien pronto habría de traducirse en algunos de los más bellos productos del arte cristiano. De este tipo fueron hombres como Pedro el Venerable, abad de Cluny, Pedro de Celle, Juan de Fecamp y otros cuyos escritos espirituales, descubiertos recientemente, se encuentran en la más pura línea de la espiritualidad tradicional, y en consecuencia litúrgica. Sus contemporáneos, los Cistercienses de las primeras generaciones, hicieron todavía más. Llevaron a cabo la primera tentativa de purificar la práctica litúrgica, y su inteligencia espiritual, de las adherencias dudosas de las “edades obscuras”, volviendo a las fuentes más antiguas, incluso a los Padres griegos y al monaquismo primitivo. Volviendo a interpretar estas fuentes de una manera muy personal también, trabajaron a menudo de manera admirable para adaptarlas a la mentalidad de la época. Tales fueron san Bernardo o, tal vez más aún, Guillermo de Saint-Thierry, Aelredo de Rievaux, Guerrico de Igny, Isaac de I’Etoile.
La cita es del libro PIEDAD LITURGICA, de Louis Bouyer, Capítulo 18: “Litúrgico” y “no litúrgico”: El espíritu de la liturgia y la devoción. (pág. 279-282)